(Sofá.
Sentada
en uno de los lados está Leonor)
Leonor.
¿Saldrá la sangre de la tapicería?
Esa fue la primera pregunta que me vino a la cabeza
después de que él encendiera la radio y empezara a sonar aquella canción. ¿Cómo
se llama esa canción? Es una gran canción. Es la puta gran canción de todos los
grandes momentos para todas las putas generaciones de mujeres metidas en los
coches de los novios de sus amigas desde los años noventa.
En los noventa yo tenía diez años. Bueno… Tenía
nueve porque yo nací a finales de año y claro, cada vez que me pasaba algo…
“Esta niña no oye”
“Esta niña no habla“
“Esta niña no”
…Cada vez que me pasaba algo mi madre decía:
“Claro, es que en realidad es casi un año más pequeña”.
La pobre. (Yo, no mi madre).
En los noventa, mientras se escribía, componía y
grababa esa gran canción, yo estaba haciendo la comunión y pintando con ceras
Manley y hablando con los radiadores.
Sola.
(Pausa)
It’s fun to lose and to pretend.
Todas hemos estado en ese coche. En el coche del
novio de nuestra amiga.
Has cenado con él, como dos semanas después de que
tu amiga y él lo hayan dejado. Bueno, dos semanas no; como diez días después.
Está bien. Diez días no; tal vez una semana.
Has quedado con él porque se siente mal y al fin y
al cabo no quiere perderte a ti también.
(Tú tampoco quieres perderle a él).
Has cenado una pizza vegetal con extra de queso de
cabra y has resistido la tentación de pedir postre mientras él se explayaba
durante cuarenta y dos minutos exactos acerca de la zorra de tu amiga. Lo sabes
porque mientras cortabas la pizza, muy seria, cada vez que levantabas la vista
por encima de su hombro veías el reloj digital de la cámara congeladora del
restaurante. Los números rojos luminosos iban sucediéndose, como en una cuenta
atrás hacia ninguna parte.
(Tú tampoco quieres perderle a él).
Y mientras escuchabas has pensado que deberías
detenerle, decirle: Eh, no quiero oír eso sobre mi amiga; tú piensas que es una
zorra porque ya no la quieres. Pero yo sí la quiero y no tengo por qué escuchar
todo eso.
Pero no lo haces. Le miras como embelesada,
masticando pizza; le ves como enmarcado por la luz roja de los números
digitales de la cámara congeladora, y piensas que:
Tú tampoco quieres perderle a él.
Después dejas que te lleve a casa. Es un auténtico
caballero. Y quizá por eso, aunque nunca hayas llegado a reconocértelo a ti
misma, siempre te ha puesto tanto. Al menos, mientras estaba con tu…
Para el motor y hace rato que ha dejado de
despotricar contra la zorra de tu amiga. Hay demasiada luz en la calle y
piensas que es pronto y que los vecinos pueden verte. Y te preguntas si en
realidad esta noche había luna llena y él te mira, en silencio. Y entonces es
cuando él enciende la radio y te empieza a doler la tripa y recuerdas joder,
hoy es día 30, hoy me tenía que haber bajado. Él mueve, manipula la radio y
entonces empieza a sonar esa dichosa canción. (¿Pero cómo se llama la
canción?). Joder, me está bajando. Él no deja de mirarte. Me está bajando la
regla. Él aparta la mano de la radio pero no vuelve a apoyarla en el volante.
Por el rabillo del ojo, mientras le ves acercarse, miras insistentemente el
tejido que cubre los asientos, gris perla:
¿Saldrá la sangre de la tapicería?
No importa que nunca te lo hayas reconocido a ti
misma. El autoengaño no existe. Es una utopía producto de la sobredosis de
ficción. Yo había sabido todo ese tiempo que el novio de mi amiga me ponía. Y
en aquel momento, mientras él acercaba su boca a la mía, me di cuenta de que ya
no.
Le vi cada pelo, cada poro de su asquerosa y enorme
cabeza mientras se acercaba hacia mí, y supe, tan seguro como el color gris
perla de la tapicería, que en realidad sí quería perderle. Ahora sí. Ya estaba.
Se había acabado. No tenía sentido sentirse culpable o pensar en lo muy zorra
que había sido quedando con él solo cinco días después de que mi amiga y él lo
dejaran: el destino me había castigado y él, sencillamente, ya no me ponía. El
mundo desapareció detrás de su enorme cabeza y supe que la tapicería había
empezado a llenarse de sangre.
(Silencio.
Mirando hacia el lado contrario del sofá)
Eh, gilipollas, no quiero oírte decir eso sobre mi
amiga; tú piensas que es una zorra porque ya no te la estás tirando. Pero yo sí
la quiero. (Aunque no me la esté tirando ni nunca vaya a tirármela). La quiero
y no tengo por qué escuchar toda esa mierda asquerosa que está soltando tu
enorme bocaza.
Continuará...
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